Cooperativa e
I.A.T.: una relación controvertida
¿Los
Institutos ayudan
o entorpecen a
las Cooperativas? Planteada
así esta pregunta parecerá
una herejía a
aquellos cooperativistas
que han tenido una
relación constructiva con
su I.A.T., mientras
que otros, que
han vivido la
experiencia contraria,
se afiliarán socarronamente
a la tesis del estorbo. Pues
ni blanco ni
negro, sino
una
amplísima
gama de matices que
dependen, sobre todo,
de cuán claramente definen
y asumen sus
roles respectivos y
su relación recíproca,
Cooperativa e
I.A.T. Esta
nota pretende, remontándose
a los orígenes del
cooperativismo
de vivienda y
los motivos que llevaron
a crear los I.A.T. para
terminar describiendo situaciones
bien actuales, mostrar cómo
la imprescindible conjunción
de esfuerzos
entre cooperativas y
técnicos asesores puede
devenir en
fracaso si
no se dan esas condiciones.
El
nacimiento de los I.A.T.
Una de las
innovaciones más importantes
que introdujo
la
Ley de
Vivienda de
1968
(13.728), fue
sin duda la institucionalización
del cooperativismo como sistema de producción
de vivienda. Lo que hasta
entonces existía
solamente
como experiencias
piloto
(los
programas pioneros de Isla
Mala,
Salto y
Fray Bentos)
pasó a tener
un marco
jurídico
y una línea de
financiamiento que crearon las
bases de
un formidable
desarrollo.
En pocos meses, prácticamente desde la nada y contando solamente con la experiencia que habían
generado aquellos
programas piloto más los antecedentes
que se
tenía de
otros países
donde existían iniciativas
de algún modo similares, debió armarse
todo un complejo andamiaje, sin
el cual no era posible que el nuevo sistema se pusiera en marcha. Debió traducirse entonces en decretos, reglamentaciones e instructivos lo que sólo existía en unas pocas cabezas: el principal impulsor de
la
Ley, desde
luego,
el diputado y arquitecto
Juan
Pablo Terra,
sus más
cercanos colaboradores, entre los
cuales el
Dr. Oscar
Bruschera, y
luego el
primer Director
Nacional de
Vivienda, el Arq. Ildefonso
Arostegui, y el Sub-Director de ese período, el
Dr. Luis
Carlos Silveira.
Es que el sistema cooperativo era absolutamente nuevo, cosa que no sucedía con otros que también
se incluían en la Ley:
mientras del
Sistema Público
y la Promoción
Privada existían
antecedentes numerosos que sólo había que adaptar; mientras los Fondos Sociales ya tenían una Ley y un decreto reglamentario muy explícito, el cooperativismo, en cambio, estaba realmente en
pañales. No es casualidad, por lo tanto, que de los decretos que reglamentaron la Ley de Vivienda
el más exhaustivo y extenso haya sido el 633/69, correspondiente al Capítulo X de la Ley, que tiene que ver
con el
sistema cooperativo.
La
base jurídica
Una de las
principales dificultades
que debía
resolverse era
cómo lograr
que grupos
de familias
-que normalmente no tenían experiencia en construcción ni en la administración de una empresa- se transformaran, en un lapso muy corto, en verdaderas empresas constructoras de sus
propias viviendas. Para resolver esta dificultad fue que se creó los Institutos de Asistencia Técnica (I.A.T.). La Ley los define como “aquellos
destinados a
proporcionar al
costo servicios jurídicos,
de educación cooperativa,
financieros, económicos
y sociales a
las cooperativas y
otras entidades sin
fines
de lucro, pudiendo
incluir también
los servicios
técnicos de
proyecto y
dirección de
obras”. Y
agrega poca cosa más: las condiciones para otorgarles personería jurídica; los honorarios máximos
que pueden
percibir; la exigencia
de que
no pueden
generar excedentes
(o
sea que
los IAT también
son entidades sin
fines de lucro),
y las causales de pérdida de su personería: cobrar más que lo autorizado,
insolvencia técnica ó realizar actividades
contrarias a la finalidad
cooperativa o a
los intereses
de la misma.
El Decreto 633/69
es más
explícito: comienza
reafirmando la definición
de las
tareas del
Instituto indicadas
por la Ley,
estableciendo el carácter
interdisciplinario del asesoramiento
y desarrolla
luego los cometidos de su función, entre
los cuales destacan: la organización
del grupo humano; la formación en los principios
del cooperativismo; la asistencia técnica en todas las etapas
del trámite y la
construcción; la orientación
en la adjudicación de las viviendas; la asistencia en las actividades de administración (planificación; organización; dirección, y control), y la asistencia para
la conservación del patrimonio,
en particular
de las
viviendas y
locales comunes.
Más adelante
establece la forma y momento en que podrán cobrarse los honorarios correspondientes, (que no
incluyen los gastos que generen las tareas a desarrollar) y prescribe que cuando ocurra alguno de
los casos de retiro de personería previstos por la ley “los integrantes del equipo técnico del instituto
sancionado quedarán
inhabilitados para integrar
otros institutos
de asistencia
técnica”.
Sobre
estas bases
y muy
poco más,
ha
funcionado el
asesoramiento técnico a las
cooperativas de vivienda en estos últimos treinta años. Durante la dictadura se pretendió eliminar a
los institutos así como se pretendió eliminar a las cooperativas, pero con la vuelta de la democracia
fue reconocida la
necesidad de un sistema de asesoramiento técnico al
cooperativismo,
reimplantándose la vigencia
de los
capítulos correspondientes de la ley.
Recién en
1994,
con el
Decreto 327/94
y el
año
pasado en
el presupuesto, se incorporaron
normas que
ajustan o complementan
las disposiciones
de 1969.
En particular,
el Decreto
327/94 establece
dos categorías
de servicios:
a)
los que
deben prestarse obligatoriamente, que se detallan exhaustivamente, etapa por etapa y cuyo suministro
queda cubierto por el honorario
del 7% más IVA
del costo
total de
las obras
a
realizarse, excluyendo de éste
el costo
del terreno,
gastos de
trámites, tasas
de conexión
y los
propios honorarios y, b) los servicios llamados optativos, que el I.A.T. puede brindar mediante un contrato adicional y que
incluyen: la asistencia
jurídica
directa
en trámites
judiciales y
extrajudiciales; la asistencia notarial
para escrituras
u otros
trámites distintos
del préstamo;
la
elaboración de
“proyectos especiales”
(sanitaria, eléctrica,
estructura, “cateos”);
los trabajos
de agrimensura,
metrajes y tramitaciones especiales.
Para los servicios “optativos” el Decreto se remite a los aranceles de abogados y escribanos
para la fijación de los
honorarios correspondientes, mientras que
los restantes
asesoramientos tienen, en su conjunto, un tope de honorarios del 2% del valor de las obras. El Decreto establece
asimismo que los I.A.T. podrán cobrar cuotas como adelanto de honorarios, que se descontarán de
los pagos que correspondieran, lo que claramente apunta a permitir que se financien, aunque sea parcialmente, durante la larga etapa que va hasta la escritura
del préstamo, momento en que el I.A.T. recibe el primer pago,
correspondiente a la etapa de proyecto y solicitud de préstamo (el
40% restante
se paga durante la ejecución de la obra,
proporcionalmente al avance de
ésta).
La ley de presupuesto del año 2000, por otra parte, introdujo una serie de disposiciones que
tienden a fortalecer el control del M.V.O.T.M.A. sobre quienes actúan en el asesoramiento a grupos
sin fines de lucro que construyen con recursos del Fondo Nacional de Vivienda. Estas disposiciones,
solicitadas durante mucho tiempo por FUCVAM, apuntan no a los profesionales que honradamente
desarrollan sus tareas sino a personajes inescrupulosos como el tristemente célebre Julián Pereyra, que aprovechando sus
contactos con
el sistema
político
ha
obtenido numerosos
préstamos del
Estado para
construir viviendas
a
través de
seudo-cooperativas, lo que le
ha
permitido hacerse
millonario con el dinero
de los
cientos de familias a las que
ha engañado.
Treinta años después
A treinta años de puesto en marcha el sistema y con muchos miles de viviendas construidas
por cooperativas de ayuda mutua, creemos que puede afirmarse que la existencia de los institutos
de asistencia técnica ha sido decisiva para que ello fuera posible. Pero también es cierto que ha
habido fuertes conflictos entre cooperativas
y técnicos asesores, algunos de los cuales han llegado incluso a la vía judicial.
En nuestra opinión, que esos conflictos –que son naturales en una relación
que en cierto modo implica una sociedad para arribar a un objetivo común: la construcción
de las viviendas- puedan superarse depende en fundamental medida de un correcto posicionamiento de ambos
actores, cooperativa e I.A.T., respecto de sus
respectivas obligaciones y derechos.
La Ley de Vivienda define la ayuda mutua como “el trabajo comunitario
aportado por los
socios cooperadores para la construcción de los conjuntos colectivos y bajo la dirección técnica de
la cooperativa” (Art. 136 del Texto Ordenado);
el rol de los Institutos a su vez queda claramente establecido en el
Art. 82 del
Decreto 833/69:
“proporcionar (al costo) a las
cooperativas (...) servicios técnicos (...)”. O sea: la
Cooperativa administra
y gestiona, el
I.A.T. asesora
técnicamente.
Así de
sencillo. Mientras
esa divisoria
de aguas
se respete,
la
sociedad Cooperativa-Instituto
funcionará razonablemente bien; cuando alguno de los actores extralimite su rol –o no lo asuma
cabalmente- habrá problemas.
Hay ejemplos muy claros y recientes de estas situaciones: de relaciones que funcionan bien
y de relaciones que funcionan mal.
Como siempre se aprende mucho de los errores,
concentrémonos en
éstos: la Cooperativa
“A”, por
ejemplo, tiene
tal
grado de
pretendida autogestión, que su instituto asesor, “X”, no conoce las decisiones que aquélla toma, no sabe cuál
es el estado financiero del programa, llega siempre tarde –y eso significa que llega
siempre mal- para opinar.
En esa dinámica,
la Cooperativa comienza comprando o aceptando la adjudicación de
un terreno sin el aval técnico del I.A.T. y termina adjudicando subcontratos claves sin consultarlo o tomando decisiones sobre el personal contratado sin conocimiento del Instituto. En
esas condiciones más valiera que “A” se ahorrara el 7% que le paga a “X” para hacer una tarea que la
propia Cooperativa no le permite
hacer.
Y que
“X” asumiera
que así
no puede
cumplir el
compromiso referido
a
la
administración de los
recursos y
el éxito
del programa
que hiciera
al
firmar la escritura
de préstamo
junto con
la Cooperativa.
En el
otro extremo,
la
Cooperativa “B”
tiene tal grado
de respeto
por la opinión de sus
asesores, el Instituto “Y”, que olvida que la gestión es su
responsabilidad, y simplemente
avala sin analizarlas las propuestas
que “Y”
le hace,
o
directamente le delega
decisiones, como
la
contratación del capataz
y el
administrador, funcionarios de
confianza de
la
empresa y
por consiguiente, de la Cooperativa. O el
arquitecto director
resuelve directamente
con el
Capataz temas que debieran ser discutidos por la Comisión de Obra y cuando la Cooperativa se percata, ya
se trata de hechos
consumados que no tienen marcha
atrás.
En los treinta años de experiencia cooperativa en el país, hay ejemplos de éstos y de los
otros.
Podríamos ponerle
nombre a “A”
y a “B”,
a
“X” y
a
“Y” (y
quizá los
lectores ya
lo
están haciendo mentalmente), pero también podríamos citar –por suerte- numerosos casos de trabajo
coordinado y conjunto entre cooperativas
e institutos: no por casualidad, son los casos en que los
programas han resultado más exitosos. Para que así sea, la cooperativa
debe estar convencida de que el saber del Instituto es un aporte invalorable que le ayuda a tomar decisiones,
y el Instituto a
su turno debe estar convencido que la
autogestión es la clave del éxito de las cooperativas, y que para que haya
autogestión su saber debe ser
trasmitido y reelaborado, y
no impuesto.
Y es en esas condiciones cuando los esfuerzos de unos y otros, cooperativistas y técnicos,
se unen para
sumar y
con ello se
potencian. Lo que
no quiere
decir que
desaparezcan los conflictos, que
como ya
dijimos
son propios
de la naturaleza
humana y
de las
relaciones entre
grupos, pero
que cuando
se dan en
un marco
de objetivos
comunes, no
solamente encuentran
solución sino que son
los que sirven para
avanzar. Porque la ausencia de conflictos, en definitiva,
no es otra cosa
que un
reflejo del sojuzgamiento de uno
de los
actores frente al otro.
En los ya
varios cientos de cooperativas que se llevan
construidas, miles de cooperativistas y cientos de técnicos han tenido oportunidad de realizar un fecundo trabajo, con diferentes estilos,
metodologías, experiencias, hasta ideologías. Seguramente hay ya una base suficiente
para realizar una gran síntesis de esa experiencia, que recoja los aciertos y los errores del pasado para construir
un mejor futuro. FUCVAM hace tiempo que persigue ese objetivo. No dudamos que en esa síntesis,
las reflexiones
sobre este
tema deberán
tener un
lugar importante.
Benjamín Nahoum
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